En
mi casa hay paredes con madera y yeso que cuelgan los cuadros de las fotos de
las caras que vivieron ayer. Hay tubos de fierro que regalan el ruido del agua
caer cuando mamá lava los trastes por la tarde después de comer. El agua que brota
como magia a la hora de bañarme cada noche, al lavarme los dientes, la cara, y
desprender del agua sucia que se escapa por el trono blanco pegado al piso sin
mover. El agua caer que ha caído demasiado y creado la sequilla del estado. El
agua que quita el pecado al nacer, es el agua que quita la grasa de mis trastes
y la mugre de mi ropa para poder usarla otra vez.
Y qué me
dices de los alambres de la luz que alumbran la sala cuando se mete el sol y deja
obscuro para no ver los pasos entre los muebles y zapatos regados en el camino
entre mi cuarto y el baño colocado en la esquina opuesta del departamento de
setecientos pies cuadrados? La luz de
los focos que reemplaza el sol cuando no está porque la luna no es lo
suficientemente poderosa para permitir ver. Los alambres de la luz que alumbran la caja de
la sala. La caja de las caras, los sonidos, las voces, las novelas que me sé de
memoria por tanto que las pasan y por tanto que no las puedo dejar de ver. La
sala se convierte en el auditorio principal para juntas sin talla.
El sofá donde
papá se acuesta cuando está bastante borracho para llegar a su cama. El sofá donde
mamá cabecea y pretende estar viendo la tele, el mismo sofá donde la niña se
sienta para hacer la tarea. El sofá que
pretende ser armario para la ropa recién lavada, planchada, y doblada los
domingos por la tarde. El sofá que se mueve cada año para poder acomodar los
adornos de diciembre.
La sala que da
posada a los monitos de barro, rodeados de alambres de luz que prenden y apagan
sin falta cada año. La luz que se prende y se apaga.
La luz que
entra por el vidrio del
balcón es la luz que alumbra el comedor. Las horas no existían con las conversaciones de
la mesa de comer. Cuando comían cinco y ahora come uno o come nadie. Cuando
peleaban niños o gritaba mamá mientras calentaba las tortillas en el comal
sobre la estufa en la cocina que usa los alambres de luz para dorar un poco más
el maíz empaquetado para recordarle papá la cocina de su pueblo olvidado.
Paredes
sucias paradas sobre una carpeta que debe ser aspirada cada sábado para que no
se empape de las manchas que traen los pies al pisar las calles de allá afuera.
La carpeta que todos desean fuera madera fina o azulejo pero es lo
perfectamente suavecita para que un bebe aprenda a gatear o caerse sin sentir
dolor. Las telas de la carpeta guardan basuras pequeñas que solo un perrito
puede oler se convierte en el colchón más suave para echarme a dormir. El piso que cobija las puntas de los pies de
las paredes que habitan en un edificio en la cuadra llena de edificios entre
miles de edificios que comparten hospedaje entre sí. Paredes con ventanas para
ver el exterior con puertas para ocultar o dejar entrar hacia mi interior. Las
paredes con poder que me llevan al lugar de una canción o algún olor. Las
paredes sin poder que caerán al primer temblor, que olvidaran la nostalgia de
cualquier historia y no podrán resistirse a cualquier intento de demolición.